1.21.2008

cabritas

Margarita O. y Gabriel se juntaron en la plaza O'higgins, por la vereda que da Colón. Son las 18.54 de un caluroso lunes en Valparaíso y ninguno de los dos dice nada.
Ella se muere por preguntarle qué fue de él todo este tiempo y por qué un día decidió no quererla más. Pero calla. Tiene la mirada pegada en las ruedas de los autos que cruzan la calle y se rehúsa a levantar la vista para encarar a Gabriel.
Él también se traga palabras. Quiere decirle que es estúpido que estén ahí sin hacer nada, que mejor dejen de forzar las cosas y cada uno siga su camino sin mirar atrás. Eso quiere decir o al menos lo intenta. Gabriel jamás está seguro de nada. La incertidumbre lo acompaña siempre.
Pasan los minutos y después del "hola, cómo estás"no vino nada. Tampoco se miran, pero se tocan la mano. La derecha de ella, la izquierda de él. Se rozan tanto que sin darse cuenta las unen. Y sonríen.
Gabriel quiere decirle que la echa de menos; ella que todavía lo quiere. Pero callan. El par de tontos jura que la mano lo dice todo.

1.11.2008

100 mg.

- ¿Cómo te has sentido? - preguntó el doctor M, revisando la ficha médica llena de anotaciones en rojo - Te perdiste casi un mes y medio. ¿Qué ha pasado? -
Margarita O. lo miró fijamente y en un segundo toda su vida pasó frente a sus ojos. Llevaba varios días pensando en lo que tenía que decirle, pero no pudo. Sin saber por qué rompió en llanto. Sintió tanta pena.
Con la expresión de siempre, el doctor M. le acercó la caja de pañuelos desechables y luego silenció la sinfonía de Bach que ambientaba la consulta. -¿Quieres hablar sobre tu pena ?- preguntó igual que otras veces y empezó a escribir un nuevo capítulo en la historia de la tristeza de Margarita O.
Entre sollozos y suspiros, ella le contó que estaba más sola que nunca y que últimamente dormía más de catorce horas al día. - No tengo ganas de levantarme nunca más - dijo y lloró con fuerza para reforzar sus palabras. A ratos, le parecía que la escena frente al psiquiatra era tan cliché que rayaba en lo patético. Aún así seguía visitándolo cada cierto tiempo.
- Te aumentaré la dosis de quetapina y no dejes de tomarte el remedio. Estoy seguro que además has vuelto a beber - sentenció el doctor M. - ¿Me equivoco? -
Margarita O. pensó en todas las botellas vacías que tiraba a la basura y el asco que sentía en las mañanas producto del vino tinto barato que la emborrachaba.
- Tomar no es la solución a tus problemas - comentó mientras ordenaba la receta.
- ¿Y estas pastillas sí? - repuso ya sin lágrimas en los ojos. - Soy una maldita drogadicta legalizada -
El doctor M. le pasó una pídola naranja y un vaso de agua. Ella la tragó enojada y dolida. Todo era patético.

1.03.2008

miedo

Se levantó con una angustia terrible oprimiéndole el pecho. La amenaza del ataque al corazón había regresado y otra vez la misma historia de terror.

Después de la ducha se metió en la cama y maldijo la hora en que dejó de tomarse su dosis diaria de alprazolam. Pensaba que en cualquier momento vendría el gran dolor y todo se iría a negro.

A veces sentía que el corazón le explotaría. Otras, en cambio, se asustaba por los débiles latidos y se desesperaba al pensar que de un momento a otro el músculo se olvidaba de latir. Margarita O. no sabía que hacer. A ratos lloraba de impotencia y rezaba pidiendo que el martirio se acabara. Pero nadie en el cielo escuchaba sus desesperados ruegos. Estaba más sola que nunca. Al menos eso creía ella.

Escondida entre sus sábanas, Margarita O. esperaba la muerte. Igual que otras veces, como en tantos momentos de su vida, el pánico la consume y hoy no tiene ni una maldita droga a mano para escaparse.

Margarita O. llora desconsolada. -¿Por qué no puedo ser normal?- se pregunta.