Gabriel apareció en la historia una fría noche de invierno. Era junio y Margarita O. salió a dar un paseo cuando se lo encontró en un paradero de micros. Era bajo, huesudo y pálido. Rubios y lacios mechones caían por sus hombros. Tenía demasiada nostalgia en su corazón. Lo acusaban sus ojos tristes y sus labios silenciosos.
Margarita O. lo amó desde desde el primer momento y él también. Se parecían tanto, eran tan buena compañía. Les gustaba matar las noches componiendo canciones o mirando el techo después de fumarse unos caños. Eran felices comiendo completos sin vienesas y paseando bajo la lluvia. Eran esos días en los que Margarita O. sentía que su vida era fantástica e irreal.
Gabriel le dijo que al verla por primera vez él pensó que quería mirarla por toda la vida. Amarse fue inevitable. Aún sabiendo que el amor no es eterno, Margarita O. confió y le entregó todo -y más- de lo que tenía para dar.
Por más de un año, Margarita O. y Gabriel fueron uno sólo. Frente al mundo eran la pareja perfecta. Amorosos, fieles y enamorados. Sin embargo, ella tenía mucha pena y él demasiado miedo de la eternidad. Como cáncer pernicioso, un frío se fue expandiendo en sus corazones y sin darse cuenta una noche se les olvidó el amor. Margarita O. sentía que todo estaba perdido y la sonrisa del ayer era una mueca dolorosa en el presente. Gabriel pensaba que ella estaba hundida en su propia mierda y no tenía ni ganas -ni interés- en sacarla de ahí. Así perdieron la fe.
- Perdóname, pero no quiero quererte más de lo que te quiero - le dijo Gabriel, sin entender lo que estaba diciendo. Sólo pensaba alejarse, salir corriendo y dejar de quererla pronto.
Margarita O. lloró y no dijo nada. No valía la pena preguntar el por qué. Se despidió de él y prometió seguir adelante y nunca jamás volver a enamorarse. -Esto del amor es sólo para masoquistas- dijo secándose las lágrimas. Y desde ese día no ha vuelto a verlo, pese a que todos los días se acuerda de él.